El adiós a un bar que supo mantenerse fiel a su identidad

Hoy una parte de Logroño está de luto. No hay banderas a media asta, ni parches negros que así lo anuncien. Más bien un luto interno de todos –tanto autóctonos como forasteros- aquellos que encontraron en ese local del número 3 de la Travesía del Laurel no sólo un bar en el que dar un homenaje a sus papilas gustativas, sino ‘el bar’.

Y es que hoy será el primer lunes desde hace 36 años en el que los asiduos de las orejas de cerdo rebozadas se topen con una puerta cerrada del que ha sido su santuario en La Laurel.

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El Perchas, ese mítico de la zona de pinchos por antonomasia de nuestra ciudad ponía ayer final a toda una vida de dedicación detrás de la barra encarnada por Pilar y Vicente. Han sido décadas de raciones, vinos, cortos y de tantas anécdotas, a las que parece mentira, que hoy se les tenga que poner un punto y final.

Son muchos los motivos que hacen de esta una triste despedida. Pero permítanme destacar la personalidad de su recinto. Un bar que cumplía todos los requisitos de la palabra castizo. Un bar de los de siempre, de los de toda la vida. Que supo mantener su esencia, ajeno a nuevos interiorismos, gastrobares y demás sibaritismos que poco a poco se han ido apropiando de muchos de los locales de nuestra ciudad. Un negocio de otra época, con una decoración prácticamente intacta a la de su apertura. ¿Para qué enmascarar y disfrazar su interior cuando su verdadera esencia era tan pura como una monotapa en forma de orejas de cerdo? La calidad de su oferta hablaba por sí sola.

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Pese a que  Pilar y Vicente se hayan situado al frente de El Perchas durante los últimos 36 años de vida del local, su historia va más allá. Abrió sus puertas hace sesenta años, y no sólo guarda la esencia de su apertura, sino su nombre: El Perchas. ¿Qué tendrán que ver las orejas de cerdo con un soporte triangular donde colgar ropa? Sus actuales propietarios no son ajenos a su etimología, explican cómo su primer dueño se comió la sesera en busca de un nombre –que incluso le hizo emprender un viaje a Andalucía en busca de inspiración-. Al final, la historia de su creación no fue tan romántica y acabó cogiendo la idea de unos amigos que tenían una empresa de transportes a los que llamaban ‘los perchas’.

Desde hoy su particular santuario al Atlético de Madrid, su cartel con un cerdito feliz, sus mesas de formica, su barra plateada con grifos de cerveza, sus baldosines beige, ese característico suelo de granito –en el que a más de uno derramó parte del interior de sus copas-, o esa ventanilla desde la que Pilar le pasaba a Vicente las raciones de oreja recién hecha, pasarán a convertirse en un trastero. Un trastero formado por las vivencias de todos los que a lo largo de sus sesenta años de historia han disfrutado del rebozado de sus orejas, y como no, de sus dos protagonistas: Pilar y Vicente, quienes ponen fin a una historia a la que ha podido una más que merecida jubilación.

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Escrito por Paula Gil Ocón

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